Ricardo Migueláñez. @rmiguelanez
La Estrategia para el Mercado Único 2025, recientemente presentada por la Comisión Europea, llega en un momento crítico para Europa. En un contexto global donde la innovación tecnológica marca la diferencia entre liderar o quedarse atrás, el documento presentado es un intento necesario, sí, pero peligrosamente tímido.
Porque la verdadera pregunta ya no es si Europa quiere un mercado único. Es si está dispuesta a romper con sus propias barreras internas para construirlo de verdad. Y la respuesta, a la vista de los hechos, es preocupante.
¿Qué innovación es posible en un entorno que la desincentiva? Tomemos como ejemplo las tecnologías disruptivas como CRISPR, la edición genética de precisión que podría revolucionar sectores clave como el agroalimentario, la biotecnología o la medicina personalizada. Mientras otras potencias globales avanzan con marcos legales que permiten la investigación y aplicación real de estas herramientas, en Europa seguimos encorsetados por una maraña de normativas descoordinadas, trabas administrativas y un miedo político paralizante.
¿Cómo se espera que nuestras empresas compitan globalmente si no pueden acceder, ni aplicar, las herramientas del futuro? ¿Qué sentido tiene defender la innovación en los discursos si luego se la bloquea en la práctica?
Fragmentación regulatoria: el freno silencioso
El mercado interior europeo sigue lejos de ser único. Las empresas, en especial las pymes —el 99% del tejido empresarial—, deben lidiar con 27 marcos regulatorios distintos. Y en casos como España, a eso se suman las 17 legislaciones autonómicas. Este entorno fragmentado y contradictorio, lejos de facilitar la innovación y la competitividad, lastra el crecimiento y favorece el inmovilismo.
En 2024, España notificó 755 nuevas medidas nacionales, muchas de ellas directamente contrarias al espíritu del Mercado Único. ¿A quién benefician estas normativas? ¿Responden realmente al interés general o son una forma de proteccionismo disfrazado?
Esta descoordinación no es solo un problema técnico o político: es un lastre económico de primer orden. Según estimaciones, el coste de las barreras internas asciende a 14.000 millones de euros anuales. Dinero que las empresas dejan de invertir, que se pierde en duplicidades y que acaba afectando al consumidor, con menos opciones y precios más altos.
Y lo más grave: se pierde también ventaja competitiva frente a otras regiones del mundo que sí apuestan decididamente por la innovación. Mientras Europa duda, el mundo avanza.
El informe encargado en 2024 al ex primer ministro italiano Enrico Letta advertía con claridad: la fragmentación nacional está erosionando los beneficios del mercado interior. Letta pedía valentía política para dejar atrás las medias tintas y afrontar reformas estructurales que realmente integren Europa.
Pero una vez más, lo que recibimos es una estrategia sin carácter vinculante, sin ambición real de armonización, sin un marco claro para las tecnologías del futuro.
¿Queremos liderar o seguir a remolque?
El futuro de Europa se juega en campos como la inteligencia artificial, la biotecnología, la transición energética o la digitalización del sistema agroalimentario. Y sin embargo, seguimos aferrados a una estructura legal y política del siglo XX.
¿De qué sirve proclamar que el Mercado Único es el mayor activo de la UE si no se garantiza una normativa común, ágil y basada en ciencia, que permita competir en igualdad de condiciones?
En definitiva, no más excusas. Europa no necesita otra estrategia en papel. Necesita decisiones valientes, coordinación real y un compromiso inequívoco con la innovación y la competitividad. Si no somos capaces de abrir paso a tecnologías como CRISPR, si seguimos aceptando que cada Estado miembro imponga su lógica particular, el Mercado Único no será más que un eslogan vacío.
Y con él, también estará en juego el futuro económico, social y tecnológico de todo el continente.