Ricardo Migueláñez. @rmiguelanez
En los últimos años, muchas explotaciones ganaderas en España y en Europa han ido apagando sus luces y cerrando sus puertas. Granjas de vacuno, ovino, porcino o de puesta, que no encuentran relevo, que no pueden asumir más costes ni más trámites, y que acaban echando la llave. Lo que sucede en esos pueblos, lejos de los supermercados, tiene una consecuencia directa sobre los precios que se pagan finalmente en alimentos de consumo cotidiano como un filete, una docena de huevos o un litro de leche.
El consumidor percibe el golpe por sorpresa cuando pasa por la caja del supermercado, pero rara vez conoce los motivos y lo que hay detrás de ese tique que cada vez es más caro.
La realidad es que producimos menos alimentos aquí, con una estructura productiva que mengua y que cada vez es más pequeña, sometida a más exigencias y con menos margen para adaptarse. Y cuando hay menos producción y la demanda se mantiene o aumenta, el resultado es inevitable: los alimentos se encarecen.
La reducción de los censos de algunas ganaderías no es algo circunstancial, sino la suma de varias causas y procesos. Por un lado, los costes de producción siguen disparados y se mantienen por encima de los que había antes de las crisis del Covid y de la guerra en Ucrania: piensos, energía, combustible, financiación, inversiones para modernizar las explotaciones y ajustarse a nuevas normas… Cada incremento adicional supone desembolsos que casi nunca se ven compensados en los precios que recibe el productor.
Por otro lado, el campo sufre uno de sus problemas más graves: la falta de relevo generacional. Muchos ganaderos alcanzan la edad de jubilación sin que nadie quiera tomar el testigo. No es solo una cuestión de vocación, porque hacerse cargo hoy en día de una explotación significa afrontar una carga administrativa, económica y de responsabilidad considerable que, en vez de animar, desanima a muchos jóvenes. El resultado es un mapa donde se observan menos explotaciones activas, menos cabañas ganaderas y una producción más limitada.
Sobre ese escenario se superpone una presión regulatoria creciente. Es incuestionable la necesidad de proteger el medio ambiente, velar por el bienestar animal y garantizar la seguridad de los alimentos.
El problema aparece cuando las normas se acumulan sin un análisis realista de su impacto social y económico, sin herramientas suficientes de apoyo y que trasladan casi todo el coste al primer eslabón: el productor. Cada nueva obligación se traduce en la necesidad de más inversiones, más controles, más papeleo… y, por tanto, muchos más costes que, principalmente, granjas pequeñas y medianas no pueden ni asumir, ni soportar.
Todo esto no se queda en la puerta de la explotación. Recorre la cadena de valor hasta llegar por último al bolsillo del consumidor. Cuando la producción interior pierde músculo, el país depende más de las importaciones y de cadenas de suministro mucho más largas, vulnerables y que dejan una mayor huella de carbono. La volatilidad de los precios se incrementa y reduce nuestra capacidad como país para garantizar alimentos en cantidad y calidad suficiente y a precios asequibles o razonables.
Los primeros en notar este cambio son los hogares que cuentan con menos recursos y que más gasto sobre su bajo porcentaje de ingresos destina a alimentarse. Para estos, el encarecimiento de productos básicos como la carne, la leche o los huevos no es una anécdota, sino un problema que sufren y deben resolver a diario. Para muchas familias, ajustar la cesta de la compra ya no es una cuestión de preferencias o de elección de uno u otro alimento, sino de pura necesidad.
Conviene que entendamos de una vez que el contexto actual no es un bache o quiebra puntual, sino la expresión de un nuevo desequilibrio: menos producción cercana, local o de proximidad, y más dependencia de las importaciones del exterior, junto con una estructura agraria más débil y que se encuentra bajo presión constante. Si no se corrige, esta situación consolidará un modelo en el que comer bien y variado, y a precios asequibles, será cada vez más difícil para una parte de la población.
La regulación puede ser una herramienta útil si se diseña con sentido práctico, criterios coherentes y apoyos directos, que permitan a las explotaciones adaptarse sin asfixiarse. Pero cuando se convierte en una carrera de obstáculos sin apoyo, ni acompañamiento, el efecto puede ser un tanto devastador: cierres, reducción de la oferta disponible y, en consecuencia, precios más altos para el consumidor final.
Este escenario, siendo un precedente y un reto enorme para agricultores, ganaderos y pescadores, pero también, buscando el lado positivo, abre una oportunidad para que el sector explique mejor su realidad.
La producción de alimentos y bebidas aporta empleo, vertebra el territorio, cuida del paisaje y sostiene buena parte de la economía rural. Sin embargo, pocas veces todo esto se comunica con claridad, y rara vez se logra conectar con los consumidores, afectados muy directamente en algo tan sensible como su disponibilidad de renta. Ahora que el impacto de precios altos se nota en el bolsillo, puede ser un buen momento para hacerlo.
Hoy, ese filete, esos huevos o ese vaso de leche, que ya no cuestan lo que antes, son el reflejo de una cadena de valor tensionada en origen: menos explotaciones, más costes, más incertidumbre y muchos profesionales al límite.
Si de verdad queremos contener la escalada de precios, necesitamos políticas que respalden de verdad al productor; cadenas de valor que reconozcan los costes reales de producir, así como ciudadanos bien informados, que comprendan que, sin un sector primario viable, no hay seguridad alimentaria posible. Pensar que se puede obviar y prescindir del campo es una ilusión peligrosa: tarde o temprano, la factura nos alcanza a todos, porque todos necesitamos alimentarnos, a pesar de que no todos lo sufrimos de igual forma.
Mantener una agricultura, una ganadería y una pesca vivas, competitivas y rentables no es un capricho, ni un asunto de defensa corporativa. Sí, en cambio, una cuestión estratégica para cualquier país que aspire a garantizar alimentos suficientes en cantidad y calidad, seguros y asequibles para toda su población.